El asesinato de Benazir Bhuto sitúa a la postura occidental hacia Pakistán frente a su mayor prueba desde los atentados del 11-S. Se ha eliminado de un brochazo el eje de los planes estadounidenses y británicos para traer la estabilidad al país. Musharraf permitió a Bhutto volver a su patria y presentarse a las planeadas elecciones al Parlamento sólo después de recibir fuertes presiones por parte de sus aliados clave.
Washington y Londres querían que Bhutto regresase y querían que volviera a ser primera ministra. Esto no era porque considerasen que su historial en el Gobierno constituyera un brillante ejemplo: en realidad, Bhutto no consiguió casi nada durante sus dos mandatos. Pero Musharraf se había vuelto tan impopular que su Gobierno se arriesgaba a ser totalmente inefectivo. La respuesta era aunar en una administración a los políticos laicos y prooccidentales de Pakistán. Esto tendría el doble propósito de aislar a los radicales islamistas y crear un nuevo gobierno capaz de combatirlos con eficacia.
Occidente esperaba que Bhutto ganase las elecciones al Parlamento al frente del Partido Popular de Pakistán (PPP) y que ejerciese como primera ministra en coalición con Musharraf, ahora líder civil. Entre tanto, el sucesor del presidente como jefe del ejército, el general Ashfaq Pervez Kiyani, ocuparía el tercer puesto en el Estado paquistaní.
Quién sabe cómo habría funcionado este triunvirato. En sus 60 años de historia, la política se ha visto impedida por el fracaso para encontrar un equilibrio entre los cargos de presidente, primer ministro y jefe del ejército.
Bhutto era la clave del arreglo. Su popularidad, demostrada más recientemente por el auténtico dolor nacional a causa de su muerte, era su baza crucial. Ella era la única política prooccidental que contaba con un apoyo popular genuino. De ahí que fuese una aliada excepcionalmente valiosa para Estados Unidos y Gran Bretaña. Todos estos planes han saltado por la borda. La política paquistaní es más impredecible y peligrosa que nunca desde el 11-S.
Puede que Musharraf se vea forzado a volver a imponer el estado de emergencia que levantó hace sólo unas semanas. Si es así, es probable que las elecciones parlamentarias previstas para el 8 de enero se aplacen, quizá indefinidamente.
Los partidarios de Bhutto ya han acusado al régimen de organizar su asesinato. Aunque esta afirmación es inverosímil en extremo, muchos la creerán y podría provocar aún más malestar.
Estados Unidos y Gran Bretaña se enfrentan ahora a dos opciones, ambas difíciles de digerir. La primera sería respaldar a Musharraf, antiguo aliado suyo, incluso si utiliza sus poderes extraordinarios para seguir en el cargo y suspende las elecciones. Esto les dejaría en deuda con un líder profundamente impopular que ha demostrado que es incapaz de contener la creciente oleada de militancia islamista.
La segunda opción es mantener el objetivo de formar una administración amplia, que aúne a todas las fuerzas democráticas de Pakistán. Nawaz Sharif, el anterior primer ministro al que Musharraf derrocó en 1999, podría ser el sustituto para el papel de Bhuto.
Es probable que Washington y Londres se decidan por esta opción. Presionarán a Musharraf para que permita unas elecciones libres con la esperanza de que Sharif las gane y demuestre que es un primer ministro eficaz, trabajando en equipo con el presidente.
Pero es inverosímil. Sharif no ha perdonado a Musharraf por liderar el golpe militar que destruyó su gobierno. Musharraf cree que Sharif simboliza a los políticos civiles corruptos e incompetentes que trazaron el camino hacia la ruina nacional en la década de los noventa. Es mucho más probable que Sharif exija la dimisión inmediata del presidente. Después requerirá la formación de un gobierno nacional que excluya a Musharraf, lo cual allanaría el camino hacia unas elecciones libres. A medida que se desarrolle esta batalla, Pakistán sufrirá un vacío de poder y los militantes islamistas podrían aprovechar la ocasión.
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